Abel Antonio nació el miércoles primero de octubre de 1924, en el hogar de Antonio Villa Salas y María del Tránsito Villa Barrios, quienes le dieron ocho hermanos: Fabián, Sala, Martín, Simón, Inés María, Perfilia, Negra María y Alfredo.
Todos los Villa Villa nacieron en el corregimiento de Piedras de Moler, de Tenerife, en el departamento de Magdalena, en la margen oriental del río del mismo nombre, en la parte baja y plana del país, la cual se extiende hasta el Mar Caribe.
Fue en una noche de principios de mayo de 1933, cuando Abel Antonio tenía 9 años, allí, a pocos metros de la ciénaga de Zapayán, en su casa, donde su familia celebraba la fiesta de las Cruces junto a los pescadores, corraleros y ordeñadores de la comarca.
En tres días de jolgorio, el acordeonero amenizador de la fiesta apenas si había pega’ojo y cuando lo mataba el cansancio, se escabulló a dormir bajo la curiosa mirada del niño.
Pero al hijo de los Villa Villa solo le interesaba el acordeón oscuro, de diez botones blancos, abandonado por el músico en una butaca.
Mucho años después, Abel Antonio nunca supo explicar cómo esa noche un impulso incontrolable lo llevó a tomar el aparato para sacarle unas notas veloces bajo la mirada incrédula de los emparrandados.
No era para menos, acababa de nacer un inmenso juglar del vallenato en un territorio donde los versos y las décimas le peleaban cualquier espacio a la soledad.
Piedras de Moler era también la patria chica de Gilberto Bermúdez Támara, el acordeonero del parrando, quien algo le enseñó, según el mismo Maestro Abel Antonio:
-Para mí fortuna, de Gilberto Bermúdez recibí mis primeras clases en el acordeón.
Una vez, cuando aún era un niño, Abel Antonio se puso su sombrero vueltiao, se terció la mochila con una plata para comprar su primer acordeón, se montó a una bestia y partió en busca de Pacho Rada Batista:
-Abel Antonio supo que yo estaba en Chibolo y que tenía dos acordeones. Allá me llegó y me pidió que le vendiera uno. Se lo vendí por 18 pesos.
Pares vallenatos
Con acordeón propio, Abel Antonio aceleró su aprendizaje empírico:
-No comencé tocando ‘La piña madura’ porque no me gustaba. Aprendí con la música de Gilberto Bermúdez y de Emiro Rosales; también iba a Bálsamo (corregimiento del municipio de Concordia) a tocar con Porfirio Támara y con Rafael Camacho, el que compuso La varita de caña – decía el gran compositor vallenato.
En una canoa, Abel Antonio navegaba por la ciénaga de Zapayán para ir a la casa de Porfirio, célebre por las parrandas con acordeonistas como Luis Enrique Martínez, Alejo Durán, Gilberto Bermúdez, Juancho ‘Polo’ Valencia y Pacho Rada, con quienes afiló su espuela e’gallo fino que lo sacó mil veces triunfador en las piquerias donde hizo famosa la frase:
-Gallo que no venga a pelear, que no venga a la gallera.
En tres días de jolgorio, el acordeonero amenizador de la fiesta apenas si había pega’ojo y cuando lo mataba el cansancio, se escabulló a dormir bajo la curiosa mirada del niño.
Pero al hijo de los Villa Villa solo le interesaba el acordeón oscuro, de diez botones blancos, abandonado por el músico en una butaca.
En Piedras de Moler, Abel Antonio apenas si tenía tiempo para ensayar antes de partir a otros caseríos donde los hacendados admiraban sus destrezas de niño genio del acordeón y su buen vestir: siempre llevaba la camisa por dentro del pantalón; también vestía cinturón y zapatos de cuero, pues no era gustador de las sandalias tipo abarca o tres puntadas, ni estar desarreglado.
Lo pilló la muerte
Una noche el Ejército lo reclutó con todo y acordeón. No disparó muchos tiros, pues se empeñó en ponerle sabor musical al cuartel, en Ciénaga, donde prestó el servicio. Tras recibir su libreta militar, en 1943, Villa se dedicó a las correrías por los poblados ribereños. Para tocar en una de ellas llegó a El Banco, y su visita coincidió con la muerte de un paisano, de nombre Abel Antonio Fernández: alto y de tez morena como el novel acordeonero, cuya fama ya se esparcía por los cuatro puntos cardinales.
Irrumpe El Mito
La noticia de esa muerte se tergiversó y voló de boca en boca por toda la región Momposina y fue a dar a Barranquilla, a Cartagena, a La Guajira, a Santa Marta, hasta llegar a Piedras de Moler, donde estalló en el hogar Villa:
– ¡ayyy… Dios santo, ¡mataron a Abel Antonio!
– Esto no puede ser cierto, no puede ser verdad; pongamos un marconi al alcalde del Banco – decían con dudas y desesperación los padres del presunto finado.
El marconi era de los últimos inventos ingresados al país, a través del cual se enviaban mensajes en clave morse, desde una inmensa antena hasta otra igual, a cientos de kilómetros.
La respuesta tardó infinitas horas:
– ¡Informáosles, Abel Antonio murió en accidente!
Le hacen el velorio
Mientras Antonio Villa partía rumbo a El Banco a rescatar el cuerpo; su esposa, María del Tránsito y sus hijos se ocupaban del velorio en casa, a falta de funeraria: extendieron una sábana blanca en una mesa, encendieron un velón en cada una de las cuatro esquinas, y junto con los vecinos empezaron a hacer guardia, rezando el rosario y entonando alabanzas por el alma de Abel Antonio.
Mientras tanto, el rescate del presunto cadáver tomó un giro inesperado en Magangué, en al angustiado padre le dijeron:
-Abelito anda vivito y coleando y está emparrandado en San Juan Nepomuceno.
El primer conjunto vallenato
La historia de la resurrección de Abel Antonio, no al tercer día como la de Jesucristo, sino al quinto, crecía como espuma; como también crecía el gusto por sus canciones, para cuya interpretación se acompañaba de un hombre en la caja y de otro en la guacharaca.
Eso era toda una novedad, como alguna vez, Luis Enrique Martínez, ‘El pollo Vallenato’, lo dijo:
-Abel Antonio fue el que inventó eso de andar con el cajero y el guacharaquero porque antes los acordeoneros siempre tocaban solos.
Las canciones de Abel Antonio empezaron a desplazar las polcas y los valses, la música preferida de las élites del Caribe, la cual llegaba de Europa, prensada en acetatos, junto a grandes vitrolas o gramófonos, accionados por una cuerda mecánica, que impulsaba los discos a 78 revoluciones por minuto.
Total, así fue como a las pocas semanas de su resurrección, a Abel Antonio lo invitaron a Barranquilla a grabar un disco en el estudio de la casa disquera Odeón, de Chile.
Para las disqueras eso era todo un riesgo comercial: temían que la música del acordeón no fuera “a pegar” por ser demasiado provinciana.
La grabación no tuvo reversa: Abel Antonio cantó y tocó el acordeón; su hermano Fabián ejecutó la caja, hecha en madera liviana, con un parche en cuero, de sonido seco y cálido, instrumento proveniente de los grandes tambores indígenas; y Ezequiel Rodríguez tocó la guacharaca, invento de los aborígenes Tairona para imitar el canto de los pájaros del mismo nombre.
En las estaciones radiofónicas de Barranquilla, Abel Antonio empezó a sonar a toda hora, convirtiéndose en toda una celebridad.
La disquera Odeón prensó centenares de acetatos para distribuir por la costa entera.
De ahí en adelante, la ola de la fama se llevó a Abel Antonio por varios países: en 1944, fue su primera gira, al vecino país de Panamá; después estuvo en Costa Rica; y luego en México donde batió todos los récords de las canciones más escuchadas en la radio.